En 1842, Edgar Allan Poe bajo los efectos de algún estupor
opiáceo, una creatividad alcoholizada o los síntomas de una romántica
enfermedad venérea tan de moda en la época, escribió la Máscara de la Muerte
Roja, un cuento que nos narra la historia del príncipe Próspero quien, en medio
de una plaga que ha decimado a la población de su reino, se encierra
en su castillo junto a mil personas más, todos ellos representantes de la
nobleza. Abastecidos de suficiente comida y bebida para durar años sin
contactarse con el mundo exterior, los huéspedes del príncipe viven en un
eterno ágape, repleto de alcohol, comida y vaya uno a saber qué otras cosas
para alterar los sentidos, avivar los placeres más oscuros y hacer llevadero el
tiempo de encierro. Y es que ha decidido hacerlo con la clara intención de disfrutar el encierro mientras la plaga purga a la población impía de su reino mientras ellos se mantienen encerrados en su propio mundo, ajenos a las carestías y a
las cuantiosas pérdidas humanas de aquellos menos afortunados, como cualquier
politiquillo moderno en épocas difíciles...
Cada 60 minutos el reloj anuncia el cambio de hora con un
lúgubre tañer de campanas que pone los pelos de punta y que llegan inclusive a
helarles el corazón, pues pareciera anunciar que su hora está por llegar, el
tiempo se congela, la fiesta se detiene… un sentimiento de culpa,
responsabilidad o tan solo una posible resaca pareciera ensombrecer el semblante
de los asistentes por lo breve de esa tétrica interrupción. Sabiendo que ese
tipo de interrupciones pudiera afectar el ambiente, una noche organizan un
baile de máscaras, con música en vivo y un banquete para agasajar a sus
huéspedes, pues no hay nada como derrochar dinero, comida y bebida en épocas críticas
con la intención de olvidar la precariedad de la situación en la cual se
encuentran. La decoración y planeación del baile encierra la peculiaridad de
que hay siete salones decorados e iluminados de forma diferente cada uno. El séptimo salón tiene las paredes pintadas
de negro y está iluminado con luces de tonos carmesí, la tétrica decoración
mantiene a la gente alejada del salón pues sólo sirve para apagar el mood fiestero de los nobles y delicados
huéspedes. En algún momento del baile, entre bebidas y tentempiés, los
asistentes notan a un invitado incómodo (por no decir un colado) que viste una
túnica y una máscara que refleja los efectos de la muerte roja, la plaga que
azota al país. Todos los invitados ven el ambiente festivo afectado por el
desconocido. Próspero demanda que la persona detrás de la máscara se revele
ante todos para así saber a quién habrían de ejecutar. Erguido, la persona
detrás de la máscara ni se inmuta. No reacciona, ni se comunica con Próspero o
sus huéspedes, el mutismo de tan peculiar personaje provoca una sensación de
miedo que hace retroceder a todos menos al anfitrión. El príncipe persigue al
invitado incómodo a través de las siete cámaras mientras cada uno de los
habitantes huye despavorido conforme atraviesan una nueva cámara. En la cámara
final, al intentar ejecutar al colado, descubre que no hay nadie detrás de la
máscara o debajo de la túnica, y cae fulminado. Todos los invitados sucumben de
a poco a causa de agudos espasmos de dolor, mareos repentinos y profusos
sangrados por los poros, víctimas de esa muerte en tonos carmesí, la plaga que
Próspero y sus compinches buscaban evitar…
A pesar del impecable paso del tiempo, esta historia se
mantiene intrigante, bastante terrorífica y vigente gracias a las múltiples
adaptaciones que se le han hecho, y lo que es peor, la situación por la que
atravesamos, pareciera darle vida a la historia de Poe, sólo que nosotros nos
enfrentamos a la máscara de la muerte del semáforo rojo… no es instantánea pero
sí igual de efectiva. Si tan solo Próspero hubiera mantenido la sana distancia
y un par de latas de Lysol a la mano, bien podría haber sobrevivido para seguir
la fiesta un par de meses más.
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